Y ruego me disculpen por el título de esta entrada, quizá en exceso pretencioso, pero no fui yo sino mis vísceras, que llevaron mis manos a escribir estas palabras, aquí y ahora. Hechizado todavía, a la par que consternado, me aseguro que nos ha dejado un icono insustituible de la belleza femenina, una mujer en mayúsculas, sin parangón. Ni Marilyn, otra de mis musas, turbó así mis pensamientos en plena pubertad, cuando las películas en blanco y negro, la doble sesión, el bocata, las palomitas... y tantos embates de corazón. Recuerdo el día, aún era un niño, que quedé prendado de ella, de Liz, y su personaje en la película Ivanhoe: aquélla joven de pelo azabache y ojos claros, cándida y virginal pero con una fuerza interior arrebatadora, capaz de vencer un reino a sus pies con sólo una mirada o un gesto. Días más tarde recorté su imagen de una revista, y la dibujé sobre un papel con un lápiz de carbón; cada línea una caricia, cada sombra un tibio beso. Sólo pinté sus ojos, color violeta como el mar que murmuraba a mi espalda. Debió ser mi primer gran amor platónico, la idealización que mi inconsciente forjó entonces de una mujer. Inquieta, defensora de nobles causas, abierta al mundo; hermosa en su vuelo y hasta su caída. Gigante, Cleopatra, La gata sobre el tajado de zinc… Turbadora, majestuosa, sensual.
Nelo