Perros salvajes
Relato finalista en el 3er concurso de relatos la Revista Aguanaj, 2021
Era un niño pendenciero,
de mirada aviesa y gesto retador; mal estudiante, que no zote, e insaciable
respondón. Acudía a clase cuando le daba la gana, en tres ocasiones lo llegaron
a expulsar…, pero con él se cumplía el ratio que necesitaba el colegio para seguir
recibiendo subvenciones del Estado, y a los pocos días regresaba con fuerzas
renovadas.
“Por ese camino, nunca
llegarás a ser un hombre de provecho”, solía advertirle su tutor. “No pretendo
ser carnaza de nadie, solo vivir a mi aire”, se mofaba el otro, con arrogante impasividad,
comparándose con una alimaña enjaulada entre cuatro paredes.
No he conocido rapaz más
orgulloso de sí mismo. Sus orígenes humildes no lo amilanaban, y tampoco
excusaba la falta de dedicación al aprendizaje con su labor en la granja donde sus
padres le obligaban a trabajar hasta que se ponía el sol.
Pasó el tiempo y, tras
graduarse por los pelos, se dejó crecer la barba. Pero su actitud no mejoró un
ápice. No había vicio que pasara por alto ni reto al que no se enfrentara; como
aquella vez que soltó una cabra en plena misa y corrió detrás de ella ladrando
como un perro salvaje. La apuesta le salió cara: diez azotes en la plaza. Eso
sí, llegó a ser el pastor más famoso de la contornada, y como premio se llevó
el beso de Juliana, la muchacha por la que suspirábamos todos.
Los tenía bien puestos,
nadie lo dudaba... Hasta que tres años más tarde estalló la guerra. Esa
primavera llegó al pueblo un grupo de soldados con orden de reclutamiento para
todos los que habíamos cumplido la mayoría de edad. Nadie se echó atrás –en
realidad, no nos dejaron otra opción—, salvo él. Ni corto ni perezoso, tras
negarse a estampar su firma en el listado, y consciente de que pronto llegarían
a su casa para intentar convencerlo con malas artes, se echó al monte con dos
cabras, un cuchillo y una manta.
Algunos lo tacharon de
cobarde, otros de traidor. ¿Cómo imaginar que luchaba por una causa personal? Las
autoridades lo declararon en rebeldía y encarcelaron a sus padres en venganza,
acusándolos de alimentar a un fugitivo y ocultar su paradero. Aquello despertó toda
la rabia que albergaba en su interior, pero también su espíritu tenaz y
combativo. Quizá no entendiera de leyes, aún menos de política, ni mostrara
simpatía o aversión por ningún bando, pero sabía bien quién era su enemigo y no
descansó en su empeño por recuperar la libertad arrebatada, llevándose por
delante a todo el que fue en su busca e incluso participando en un malogrado
asalto al cuartel de la guardia civil, para liberar a un amigo que había sido encarcelado
por bocazas.
Lo fusilaron una fría
mañana de principios de septiembre, tras los muros del camposanto, junto a dos
milicianos que habían seguido sus pasos. Nunca encontraron los cadáveres; sabe
Dios dónde fueron a parar… Sin embargo, su memoria perduró como testimonio de
aquellos tiempos aciagos, porque guerrilleros como él nacen uno de cada mil. El perro era su apodo, y así lo recordamos
los pocos que sobrevivimos a aquella década oscura y siniestra que partió
España por la mitad.
Descanse en paz.