¡Fuego!,
grita con voz rota un anciano de mirada intensa, tez curtida por el
rigor de la madrugada y espalda arqueada por el paso de los años y
el trabajo duro en el campo de la serranía valenciana, blandiendo
como espada su larga vara de avellano desde una loma cercana al
pueblo. Apenas puede moverse entre la turba de coscoja, aliagas y
romeros que cubre el suelo y oculta parcialmente la senda que guía
sus pasos. Una liebre huye como alma que lleva el diablo por la
vaguada. Más allá levanta el vuelo una perdiz. Las llamas acercan
sus largos tentáculos de fuego a las casas más alejadas, los
chalecitos, el balneario... Un extraño fulgor, que parece surgir del
infierno, tiñe el horizonte de cobre y púrpura.
Arde el
monte.
Minutos más
tarde se desata una intensa lluvia de ceniza, bajo densas columnas de
humo gris. “En mis tiempos, esto no pasaba”, murmura con
impotencia junto a un pino centenario que pronto caerá pasto de las
llamas. “¿Quién echaría tierra al caldo?... De la mala hierba
daban cuenta las cabras, y los campos, la mayoría ahora perdidos,
eran fértiles tablas de cultivo”.
Hasta siete
incendios forestales se combatieron durante una semana, a finales de
septiembre de 2012, en la provincia de Valencia. Si en julio ardieron
las montañas de Cortés de Pallás (30.000 hectareas, algo más de
30.000 campos de fútbol, para que se hagan una idea de la superficie
calcinada), Alcublas y Andilla (20.000 hectareas), dos meses después
se suman a la tragedia los incendios de Chulilla, Villamarxant,
Ribarroja, Benissoda, Benicolet, la Vall d’Albaida... Una auténtica
tragedia para el ecosistema, y una factura que pagaremos durante
décadas a un interés muy elevado.
Desesperación
e impotencia son los sentimientos dominantes entre la población
afectada. ¿Por qué a nosotros?, se preguntan los damnificados, que
en mayor o menor medida somos todos. Bomberos, UME, brigadas
forestales, hidroaviones, helicópteros, voluntarios... no parecen
bastar para combatir a esa terrible bestia que surge de la nada, en
la noche o la mañana, destruyendo todo a su paso, dejando yerma la
tierra, sucio el aire, asesinando animales y plantas.
Son diversas
las causas por las que se propaga un incendio: el descuido de los
montes, las elevadas temperaturas, la falta de lluvia… Pero en la
mayoría de casos los incendios son debidos a la mano del hombre, ya
bien sea por descuido, imprudencia, dejadez, alentados por pirómanos
o desalmados guiados por intereses económicos.
Sin embargo, el conocimiento no evita su existencia. Debemos tratar por tanto de minimizar los riesgos, antes de que lo posible se torne inevitable. Y es aquí donde aparece el ciprés mediterráneo, un árbol común en apariencia, de rápido crecimiento, capaz de echar raíces en casi cualquier parte del mundo, pero también una barrera natural contra el fuego.
El ciprés,
que simboliza la unión entre el Cielo y la Tierra, bien llamado el
“Árbol de la Vida”, es una conífera de hoja perenne que
permanece siempre verde; puede alcanzar los 20 metros de altura y
llegar a cumplir 300 años de vida. Usado como ornamento en pasillos,
pórticos, parques y jardines se ha convertido en un árbol modelo de
exteriores. También ejerce de guardián del camposanto, pues
culturalmente representa el duelo, y es fiel testigo de nuestro paso
por infinidad de caminos y veredas. De tronco recto y fina corteza,
su madera, parda y de textura fina, se emplea para la fabricación de
guitarras, marcos, tablas decorativas…
Como ven, la
sombra del ciprés es alargada, como así titulara Miguel Delibes su
primera novela. Pero entre todas sus virtudes, las que ahora más nos
interesan son su menor inflamabilidad, su capacidad de cortar el
viento por la densidad de su follaje y el hecho de que vierta mucha
menos biomasa al suelo que la mayoría de árboles. Es por ello que
abogamos por introducirlo en los antiestéticos y estériles
cortafuegos, evitando esos feos trasquilones al monte que se
aprecian desde lejos, mejorando su aspecto y al tiempo dotándole de
una eficaz, ecológica y económica arma contra el fuego. La
prevención será clave en los próximos años, ya que el
calentamiento global va en aumento y parece irrefrenable, tanto como
la estupidez humana. La prueba de fuego de
su eficacia, el ejemplo, lo tenemos en Andilla, donde
sobrevivieron al incendio el 90% de los cipreses plantados, casi un
millar de ejemplares; no sucedió igual con los pinos, carrascas,
encinas, enebros, sabinas... En total se salvó una superficie que
ronda los 9.000 metros cuadrados gracias a los cipreses. La zona fue
visitada, días más tarde, por técnicos forestales especialistas en
la lucha contra el fuego, científicos y botánicos. Al llegar
quedaron sorprendidos: ante ellos, rodeados de ceniza y desolación,
casi un millar de orgullosos cipreses formaban una frondosa barrera
verde, como heroicos soldados tras la batalla.
No en vano
el ciprés es símbolo, en muchas culturas, de longevidad, esperanza
y vida eterna.
2 comentarios:
Hola, Nelo. Muy buen artículo. ¿Qué decir? Es una terrible calamidad la desolación que deja el fuego a su paso. En tu tierra como en la mía sufrimos esta plaga que yo atribuyo a una pésima legislación que favorece la construcción en tierra quemada.
Felices fiestas
Rafa
Un abrazo algo tardío, Rafa. He tenido un principio de año algo complicado. Gracias por pasar.
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